Pero a la derecha, el tiempo se había roto. Once meses de cautiverio lo habían vaciado. Su cuerpo se encogía en sombras de huesos y piel, su rostro, un pálido mapa de sufrimiento. La misma mujer lo apretaba, su amor inalterado, aunque sus brazos ahora se aferraban no a la fuerza, sino a la fragilidad.
Había vuelto a casa, pero no del todo.

“Allí no había cielo”, susurró. Solo el hedor a podredumbre, las gachas insípidas que se le pegaban a la garganta y figuras sin nombre que vagaban como fantasmas. Recordó el golpe del cinturón, el agua vertida sobre él hasta que le quemó la piel de frío, las noches que yacía temblando sobre el implacable hormigón.
“No contábamos personas”, dijo. “Contábamos sombras”.
Sobrevivió. Pero sobrevivir no es lo mismo que vivir.
En casa, la guerra lo perseguía. La oscuridad lo hacía temblar. El timbre lo sobresaltaba y lo dejaba en silencio. A veces, el espejo no mostraba su reflejo, sino al prisionero que había sido, el que aún estaba enjaulado.
Intentó alcanzarlo. Con su voz, con su tacto, con su presencia. Pero cada vez que llamaba a la puerta cerrada en su interior, la respuesta siempre era la misma:
“No entres. Aún no me he ido de ahí”.
Y así la guerra continuó, no con balas ni bombas, sino en el silencio de su hogar, en las silenciosas batallas del recuerdo.
Porque algunas heridas son más profundas que la carne. Algunas guerras no terminan cuando cesan las armas.
Sacado de la red..